
Descripción de Hijos de Dune, Capítulo 4 (Audiolibro) 236lv
Hijos de Dune es el tercer libro en la saga de Dune escrita por Frank Herbert en 1976. El libro que le precede en la saga es El Mesías de Dune, y el que le sigue es Dios Emperador de Dune. ~ Nueve años después de la muerte de Chani, del final de la conspiración contra los Fremen, y de que el Emperador Paul Atreides, Muad'dib, ciego y solo, caminara hacia el desierto siguiendo la tradición fremen que aseguraba una muerte rápida, Alia, hermana de Paul y con poderes prescientes similares a los de su hermano, se ha casado con el ghola de Duncan Idaho y se sienta en el trono de Arrakis como Regente Imperial, así como tutora y guardiana de los gemelos nacidos en el momento de morir Chani: Leto y Ghanima. ~ 1h651h
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
Melange. Me-lange. También malange. Sustantivo. Origen incierto.
Se cree que deriva del antiguo frange terrestre.
Mezcla de especias. Especia de Arrakis. Doom.
Con propiedades geriátricas observadas por primera vez por Yanshu Dashkoko.
Químico real en el reinado de Shaka del Sabio.
La melange arraquena se encuentra tan solo en las arenas del desierto profundo de Arrakis.
Ligado a las proféticas visiones de Paul Mockdee.
Atreides. Primer Mahdi Fremen.
Es empleada también por los navegantes de la cofradía espacial y por la Venigessery.
Diccionario real. Quinta edición.
Los dos grandes felinos surgieron sobre la cresta rocosa a la luz del amanecer, moviéndose suavemente.
No estaban todavía a la casa de una presa, sino tan solo examinando su territorio.
Eran llamados Tigres Lhasa, una casa especial importada al planeta Salusa Secundus hacía casi ocho mil años.
Manipulaciones genéticas hechas sobre las raíces terrestres habían eliminado algunas de las características tigrescas originales y refinado otros elementos.
Los colmillos seguían siendo largos.
Sus rostros eran aplastados.
Sus ojos alertas e inteligentes.
Sus piernas se habían alargado para mantener el equilibrio incluso en los terrenos más accidentados.
Y las garras de tráctiles surgían unos diez centímetros, con las puntas afiladas como navajas gracias a la acción abrasiva de la vaina.
Su pelaje tenía un color acanelado que los hacía casi invisibles entre la arena.
Otra cosa los diferenciaba de sus antepasados.
En sus cerebros habían sido implantados cervoestimuladores cuando aún eran cachorros.
Estos estimuladores los convertían en obedientes esclavos de aquel que poseyera el transmisor.
Hacía frío, y los felinos se detuvieron para observar el terreno con su aliento condensándose en el aire.
A su alrededor se extendió una región propia de Salusa Secundus, mantenida árida y desnuda con ciencia y albergando un reducido número de truchas de arena contrabandeadas de Arrakis.
Y mantenidas precariamente con vida con la esperanza de conseguir vencer el monopolio de la Melange.
Allá donde se detuvieron los felinos el terreno era bruto, señalado con rocas cobrisas y algunos resecos matorrales creciendo aquí y allá, poniendo motas de un verde plateado en las prolongadas sombras del sol matutino.
Un movimiento casi imperceptible en el paisaje puso de repente a los dos felinos alerta.
Sus ojos giraron suavemente hacia la izquierda, y sólo entonces giraron sus cabezas.
Muy abajo en el abrupto terreno dos chicos pequeños escalaban trabajosamente un depósito de aluvión seco dándose la mano.
Los niños parecían tener la misma edad, quizá nueve o diez años estándar.
Su cabello era rojizo, y llevaban destil trajes cubiertos en parte con burcas blancas ricamente bordadas, y llevando en su pecho el halcón de los Atreides tejido con hilos brillantes como joyas.
Mientras avanzaban, los dos muchachos charlaban alegremente, y sus voces llegaban claramente hasta los felinos al acecho.
Los tigres laza conocían aquel juego, lo habían jugado otras veces, pero permanecieron quietos, aguardando la activación de la señal casa en sus cervoestimuladores.
Entonces un hombre apareció en la cresta superior, tras los felinos.
Se detuvo y observó la escena, los felinos, los niños.
El hombre llevaba un uniforme sardaucar de trabajo gris y negro, con la insignia de un Levenbrek, el ayudante de un Bashar.
Un correaje le cruzaba el cuello por detrás y bajo la axila, sujetando ante el pecho el servotransmisor dentro de una estrecha funda, con los controles al alcance para ser utilizados en cualquier momento con cualquiera de las dos manos.
Los felinos se giraron cuando se les acercó, conocían a aquel hombre por su sonido y por su olor.
Descendió la cresta y se detuvo a dos pasos tras los felinos secándose la frente.
El aire era frío, pero aquel trabajo lo hacía azutar.
Sus pálidos ojos escrutaron una vez más la escena, felinos, niños.
Se echó hacia atrás un mechón de rubios cabellos, metiéndolos bajo su casco negro de trabajo, y tocó el micrófono implantado en su garganta.
—Los felinos los han visto.
La respuesta le llegó a través de los receptores implantados detrás de cada uno de sus oídos.
—¿Los vemos? —¿Ahora? Preguntó Levenbrecht.
—Lo harán sin recibir el impulso de una orden.
Calculó la voz.
—¿Están preparados? Dijo Levenbrecht.
—Muy bien, vamos a ver si cuatro sesiones de condicionamiento son bastantes.
Avísenme cuando sea el momento.
—¿Cuando quieras.
—Ahora entonces.
Dijo Levenbrecht.
Tocó un control rojo en el lado derecho de su servotransmisor, desbloqueándolo antes.
Los felinos dejaron de recibir el impulso que los frenaba.
Apoyó la mano sobre otro control negro citado debajo del rojo, preparado para detener a los animales en el caso de que se volvieran contra él.
Pero ni se ocuparon de él.
Se agazaparon y empezaron a avanzar hacia abajo, en dirección a los dos niños.
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