
Descripción de Hijos de Dune, Capítulo 9 (Audiolibro) 2v4e61
Hijos de Dune es el tercer libro en la saga de Dune escrita por Frank Herbert en 1976. El libro que le precede en la saga es El Mesías de Dune, y el que le sigue es Dios Emperador de Dune. ~ Nueve años después de la muerte de Chani, del final de la conspiración contra los Fremen, y de que el Emperador Paul Atreides, Muad'dib, ciego y solo, caminara hacia el desierto siguiendo la tradición fremen que aseguraba una muerte rápida, Alia, hermana de Paul y con poderes prescientes similares a los de su hermano, se ha casado con el ghola de Duncan Idaho y se sienta en el trono de Arrakis como Regente Imperial, así como tutora y guardiana de los gemelos nacidos en el momento de morir Chani: Leto y Ghanima. ~ 1h651h
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Se dice comúnmente mi querido Herod que existe una gran virtud natural en la experiencia de la melange, quizás sea cierto, pero quedan profundas dudas en mi interior acerca de que cualquier uso que se haga de la melange de como resultado alguna virtud. Me parece que ciertas personas han corrompido el uso de la melange, desafiando así a Dios.
En palabras de Lecumenon han desfigurado el alma, se limitan a rozar la superficie de la melange y creen alcanzar con ello la gracia, así se burlan de sus seguidores, causan gran daño a la devoción y distorsionan maliciosamente el significado de este abundante don, sin duda una mutilación que va más allá del poder humano de restauración.
Para identificarse realmente con la virtud de la especie, incorrupto en todos los aspectos, colmado de grandes honores, un hombre debe hacer que sus palabras y sus actos concuerden. Si tus acciones describen un sistema de perversas consecuencias, deberás ser juzgado por esas consecuencias y no por tus justificaciones.
Es por eso por lo que no debemos juzgar a Moacdí. La herejía pedante, era una pequeña estancia oliendo ozono, reducido un penumbroso grisor a causa de los globos apagados y de la luz azul metálica que emergía de una única pantalla monitora de telecámara. La pantalla tenía casi un metro de ancho y tan solo dos tercios de metro de alto.
Revelaba con todo detalle un árido valle rocoso, donde dos tigres laza devoraban los sangrantes restos de una reciente presa. En la ladera de la colina, por encima de los tigres, podía verse a un hombre con un uniforme de trabajo sardaucar, con insignias de Levenberg en el cuello. En su pecho llevaba un dispositivo de servocontrol. Una amplia silla suspensor estaba situada frente a la pantalla, ocupada por una mujer de edad indeterminada, pelirrubia.
Su rostro tenía forma de corazón y sus dos delgadas manos se aferraban a los brazos de la silla mientras miraba. Su cuerpo quedaba oculto debajo de su amplia ropa blanca bordada en oro. A su derecha, a un paso de ella, permanecía de pie un fornido hombre vestido con el uniforme bronce y oro de un ayudante de bachar de los antiguos sardaucar imperiales.
Sus grisáceos cabellos estaban cortados al ras sobre su rostro cuadrado, duro, desprovisto de emociones. La mujer tosió y dijo, «Ha ocurrido tal como habías predicho, Teikanik». «Evidentemente, princesa», dijo el ayudante de bachar con voz ronca. Ella sonrió al captar la atención en la voz del hombre y preguntó, «Dime, Teikanik, ¿cómo crees que se sentiría mi hijo bajo el título de emperador Faradán I?». «El título le sienta como un guante, princesa».
«Esta no era mi pregunta. Pienso que quizás no prueba algunas de las cosas que hemos hecho y debemos hacer para, esto, conseguirle el título. Tú siempre se giró mirándolo duramente en la penumbra. Tú siempre serviste bien a mi padre. No fue culpa tuya que se dejara arrebatar el trono por los Atreides, pero seguramente el resquemor de esta pérdida debe arder en tu interior tanto como en el de... ¿Tiene la princesa Huensisi alguna otra tarea especial para mí?», preguntó Teikanik. Su voz seguía siendo ronca, pero ahora vio un tono cortante en ella. «¿Tienes la mala costumbre de interrumpirme?», dijo ella. Él sonrió desplegando la hilera de sus dientes que resplandecieron a la luz de la pantalla. «¿A veces me recordáis a vuestro padre?», dijo.
Siempre los mismos circunloquios antes de hacer una... una pregunta delicada. Ella partió bruscamente su mirada de él para ocultar su irritación. Y dijo, «¿Crees realmente que esos tigres las apondrán a mi hijo en el trono?». «Es muy posible, princesa. Debéis itir que esos pequeños bastardos de Paula Atreides no serán más que unos jugosos bocados para los dos tigres». Y con los gemelos eliminados, se alzó de hombros. «El nieto de Shadan IV se convierte en el sucesor lógico», dijo ella.
«Si conseguimos anular las objeciones de los Fremen, de Lansred y de Lacombe, sin mencionar a los posibles supervivientes Atreides que puedan, Habit me garantiza que su gente puede encargarse de Alya fácilmente. Y no cuanto a Damayessica como un Atreides. ¿Quién más queda? El Lansred y Lacombe se inclinarán siempre hacia el lugar donde está el beneficio», dijo ella.
«Pero, ¿y los Fremen? Los ahogaremos en su religión de Moakdi». «Es más fácil de decir que de hacer, mi querido Teikanik». «Lo sé», dijo él. «Estamos de nuevo con la antigua argumentación. La Casa de los Corrinos ha hecho cosas peores para obtener el poder», dijo ella. «Pero abrazar esta… esta religión, Madi…» «Mi hijo te respeta», dijo ella.
«Princesa, ansío que llegue el día en que la Casa de los Corrinos regrese al lugar de poder que le corresponde por derecho. Y lo mismo puede decirse de todos los Zardaukar que hay aquí en Zaluza». «Pero si vos, Teikanik…» «Este es el planeta Zaluza Secundus. No te pongas tú tan bien en la indolencia que se está extendiendo por aquí».
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