
Descripción de Hijos de Dune, Capítulo 11 (Audiolibro) 4x1020
Hijos de Dune es el tercer libro en la saga de Dune escrita por Frank Herbert en 1976. El libro que le precede en la saga es El Mesías de Dune, y el que le sigue es Dios Emperador de Dune. ~ Nueve años después de la muerte de Chani, del final de la conspiración contra los Fremen, y de que el Emperador Paul Atreides, Muad'dib, ciego y solo, caminara hacia el desierto siguiendo la tradición fremen que aseguraba una muerte rápida, Alia, hermana de Paul y con poderes prescientes similares a los de su hermano, se ha casado con el ghola de Duncan Idaho y se sienta en el trono de Arrakis como Regente Imperial, así como tutora y guardiana de los gemelos nacidos en el momento de morir Chani: Leto y Ghanima. ~ 1h651h
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Oigo al viento silbar por el desierto, y veo las lunas de una noche de invierno elevarse como grandes naves en el vacío.
A ellas ofrezco mi juramento.
Seré valeroso y haré del gobierno un arte.
Equilibraré mi pasado heredado y me convertiré en un perfecto depositario de las reliquias de mis memorias.
Y seré conocido más por mi gentileza que por mis conocimientos.
Mi efigie resplandecerá a lo largo de los corredores del tiempo hasta tanto existan los seres humanos.
JURAMENTO DE LETO, SEGÚN JARGALADÁ Cuando era muy joven, Alia Traidis había practicado durante horas y más horas el transeprana bindu, intentando fortalecer su propia personalidad contra el asalto de todas las demás.
Sabía cuál era el problema.
No se podía escapar de la melange en la caverna de un sietch.
Lo infestaba todo. Alimentos, agua, aire, incluso las telas con las que se enjugaba las lágrimas por la noche.
Muy pronto se había unido a las costumbres de la orgía del sietch, donde la tribu bebía el agua de muerte de un gusano.
En la orgía, los fremen liberaban las presiones acumuladas de todas sus memorias genéticas y renegaban de esas memorias.
Había visto a sus compañeros ser poseídos temporalmente en la orgía.
Para ella no existía tal liberación. No podía renegar.
Estaba poseída constantemente por una conciencia total desde mucho antes de su nacimiento.
En sus circunstancias, esta conciencia había sido cataclísmica, encerrada en el útero, sumergida en un intenso e ineludible o con las personalidades de todos sus antepasados y todas aquellas otras identidades ya muertas transmitidas por el tau de la especie damayésica.
Antes de su nacimiento, Alya había poseído cada átomo de conocimiento requerido a una reverenda madre benigesceri.
Más, mucho más que a todas las demás.
En aquel conocimiento yacía la aceptación de una terrible realidad, la abominación.
La totalidad de tal conocimiento la había abrumado, pero la nonata no pudo escapar.
Luchó contra el más terrible de sus antepasados, consiguiendo durante un tiempo una victoria pírrica a lo largo de su infancia.
Logró una personalidad propia, pero sin inmunidad contra las intrusiones casuales de todos aquellos que vivían sus vidas reflejadas a través de ella.
Así seré yo también, algún día, pensó.
Aquel pensamiento le daba escalofríos.
Luchar constantemente contra aquello que se agitaba en su interior como un hijo pretendiendo salir de su seno, entrometiéndose, aferrándose a su conciencia para añadirle nuevos cuantums de experiencia.
El miedo la rondó durante toda su infancia. Persistió en la pubertad.
Lo combatió sin pedir nunca ayuda a nadie.
¿Quién podría comprender la clase de ayuda que necesitaba? Su madre, que nunca consiguió apartar de sí el espectro del juicio de Nijeserit.
La prenata era una abominación.
Luego había llegado aquella noche cuando su hermano había caminado solo hacia el desierto en busca de la muerte, ofreciéndose a Shayjulut como se suponía que debía ser todo fremenciego.
Un mes más tarde, Alya se había casado con el maestro de armas de Paul, Don Ganaidajo, un mentat devuelto de la muerte por las artes de los Tleilaxu.
Su madre se había refugiado en Caladan.
Los gemelos de Paul quedaban bajo la custodia legal de Alya.
Y ella controlaba la regencia.
Las presiones de la responsabilidad habían arrastrado consigo los viejos temores.
Y muy pronto se había abierto a sus vidas internas, solicitando su consejo, sumergiéndose en el trance de la especie en busca de visiones que la guiara.
La crisis llegó un día aparentemente como cualquier otro, en el primaveral mes de Lab.
Una clara mañana en la ciudadela de Moabdí, con las ráfagas de viento frío soplando desde el polo.
Alya llevaba todavía el amarillo del duelo, el calor del sol estéril.
Una y otra vez aquellas últimas semanas, había intentado ignorar la voz interior de su madre que intentaba burlar sustentosamente de la preparación de los próximos días santos que debían tener lugar en el templo.
La conciencia interior de Jessica se había ido debilitando, debilitando, hasta desaparecer por completo tras la última espectral afirmación de que sería mejor que Alya se ocupara de hacer cumplir la ley de los Atreides.
Nuevas vidas empezaron a clamar por su momento de conciencia.
Alya sintió como si hubiera abierto un pozo sin fondo, del cual empezaron a surgir rostros como bandadas de langostas.
¿A qué finalmente consiguió enfugar uno que era como el de una bestia? El viejo Barón Harkone.
Aterrada y ultrajada, gritó contra todo aquel clamor interior, consiguiendo un temporal silencio.
Aquella mañana, Alya estaba dando un paso antes del almuerzo por los jardines del techo de la ciudadela.
En una nueva tentativa de vencer en su batalla interior, intentó concentrar toda su conciencia en la onición choda de los Ensuni.
Si sueltas la escalera, puedes caer hacia arriba.
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