
Descripción de Hijos de Dune, Capítulo 12 (Audiolibro) 42235q
Hijos de Dune es el tercer libro en la saga de Dune escrita por Frank Herbert en 1976. El libro que le precede en la saga es El Mesías de Dune, y el que le sigue es Dios Emperador de Dune. ~ Nueve años después de la muerte de Chani, del final de la conspiración contra los Fremen, y de que el Emperador Paul Atreides, Muad'dib, ciego y solo, caminara hacia el desierto siguiendo la tradición fremen que aseguraba una muerte rápida, Alia, hermana de Paul y con poderes prescientes similares a los de su hermano, se ha casado con el ghola de Duncan Idaho y se sienta en el trono de Arrakis como Regente Imperial, así como tutora y guardiana de los gemelos nacidos en el momento de morir Chani: Leto y Ghanima. ~ 1h651h
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Hay algunas ilusiones de la historia popular que una religión debe promover si quiere tener éxito.
El mal nunca debe prosperar.
Sólo los valientes consiguen la gloria.
La honestidad es la mejor política.
Las acciones hablan mucho más que las palabras.
La virtud triunfa siempre.
Una buena acción lleva consigo su propia recompensa.
Los talismanes religiosos le protegen a uno de la posesión del demonio.
Sólo las mujeres comprenden los antiguos misterios.
Los ricos son condenados a la infelicidad.
Del manual de instrucciones de la misionaria protectiva.
Me llama Muris, dijo el curtido Fremen.
Estaba sentado en el solo rocoso de una caverna.
A la luz de una lámpara de especie cuya temblorosa llama revelaba húmedas paredes y oscuros agujeros.
Allá donde desembocaban los corredores que convergían en aquel lugar.
Sonidos de agua goteando llegaban de uno de aquellos corredores.
Pese a que los sonidos del agua eran algo esencial en el paraíso Fremen, los seis hombres atados que se hallaban frente a Muris no parecían extraer ningún placer del rítmico gotear.
En la caverna había el moso olor de los destiladores de muertos.
Un muchacho de tal vez catorce años estándar salió al corredor y se detuvo de pie a la izquierda de Muris.
Un gris sin funda lanzó un pálido reflejo amarillo a la luz de la lámpara de especie cuando el muchacho levantó la hoja y apuntó brevemente a cada uno de los hombres atados.
Con un gesto hacia el muchacho, Muris dijo, Este es mi hijo Santarí, que debe pasar su prueba de la virilidad.
Muris carraspeó. Miró a cada uno de los seis cautivos.
Estaban sentados en un irregular semicírculo alrededor de él, sólidamente atados con cuerdas de fibra de especie, las piernas cruzadas, las manos a la espalda.
Sus ligaduras terminaban en un apretado lazo en torno a sus gargantas.
Sus destiltrajes habían sido cortados a la altura del cuello.
Los hombres atados miraron fijamente a Muris sin parar.
Dos de ellos llevaban amplias ropas extrarraquenas que los señalaban como residentes acomodados de la ciudad de Arraquen.
Ambos tenían una piel más tersa y clara que las de sus compañeros, cuyos rasgos enjutos y curtidos y sus cuerpos huesudos los señalaban como nacidos en el desierto.
Muris se parecía a los habitantes del desierto, pero sus ojos eran mucho más hundidos, pozos oscuros que el resplandor de las lámparas de especie no conseguían alcanzar.
Su hijo parecía una copia no formada del hombre, con un rostro impasible que pese a todo no conseguía ocultar su agitación interior.
«Entre nosotros los exorcistas tenemos una prueba especial para probar la virilidad», dijo Muris.
«Un día mi hijo será juez en Shulok.
Debemos saber si estará a la altura de su cometido.
Nuestros jueces no deben olvidar nunca Hakuturu y nuestro día de la desesperación.
Kralisek, el padre de las tormentas, vive en nuestros corazones».
Hablaba con la monocorda en tonación de un ritual.
Uno de los habitantes de la ciudad, de blandos rasgos, se agitó frente a Muris y dijo, «¿Te equivocas amenazándonos y manteniéndonos cautivos? Vinimos en plan de paz como Umas».
Muris asintió.
«¿Habéis venido en busca de una fe religiosa personal? Bien, la tendréis».
El hombre de blandos rasgos dijo, «¿Si nosotros?».
A su lado, uno de los oscuros fremen del desierto restalló, «¡Calla, estúpido! Esos son ladrones de agua.
Son aquellos que creímos haber eliminado para siempre».
«Esa vieja historia», dijo el cautivo de blandos rasgos, «Hakuturu es mucho más que una historia», dijo Muris.
Señaló de nuevo a su hijo, «Os he presentado a Santarik.
Yo soy Arifa de este lugar, vuestro único juez.
Mi hijo también ha sido entrenado a detectar demonios.
Los viejos sistemas son los mejores.
Por eso precisamente hemos venido al desierto profundo», protestó el hombre de blandos rasgos.
«Hemos elegido el viejo sistema.
Buscando enconguías a sueldo», interrumpió Muris, señalando a los cautivos de rostro oscuro.
«¿Tenéis intención de comprar también vuestro camino al paraíso?» Muris alzó a la vista a su hijo.
«Azan, ¿estás preparado? He reflexionado largamente sobre aquella noche cuando vinieron los hombres y exterminaron a todo nuestro pueblo».
Dijo Azan, su voz proyectó una tensa vibración, «Nos deben agua.
Tu padre te da seis de ellos», dijo Muris.
«Su agua es nuestra.
Sus sombras son tuyas.
Tus guardianes para siempre jamás.
Sus sombras te advertirán de los demonios.
Serán tus esclavos cuando penetres en el Al-An al-Mital».
«¿Qué respondes, hijo mío?» «Te lo agradezco, padre», dijo Azan.
Dio un corto paso hacia adelante.
«Acepto la virilidad entre los exorcistas.
Su agua es nuestra agua».
Mientras hablaba, el joven se acercó a los cautivos.
Empezando por la izquierda, sujetó al primer hombre por el cabello y le hundió el cris desde debajo del mentón hasta el cerebro.
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