
Descripción de El Mesías de Dune, Capítulo 23 (Audiolibro) 2r472v
"El mesías de Dune" es la continuación de Dune que había sido escrita en 1964. Frank Herbert continua la historia de Paul-Muad'Dib, el joven heredero al Ducado de la Casa Atreides. Han pasado doce años, gracias a su victoria en la Batalla de Arrakeen ha tomado el control del Imperio del millón de Mundos de las manos del Emperador Shaddam IV de la Casa Corrino, y se han librado dos cruzadas en los mundos del imperio para extender la religión Fremen. 415uz
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Era su nombre tan sabio, que metió la cabeza en un lugar lleno de arena, y se quemó ambos ojos, y cuando supo que sus ojos estaban ciegos, no se compadeció por ello, apeló a su otra visión e hizo de sí mismo un santo. Poema de niños, de la historia de Moacdi.
Paula guardaba en la oscuridad fuera del siège. La visión oracular le decía que era de noche, que el claro de luna silueteaba el sepulcro en la cima de la roca del mentón, alta a su izquierda.
Era aquel un lugar saturado de recuerdos, su primer siège, allá donde Chani y él.
No debo pensar en Chani, se dijo a sí mismo. El restringido campo de su visión le revelaba los cambios que se habían producido a su alrededor. Un racimo de palmeras allá abajo, a lo lejos a su derecha. La línea plateada de un canada arrastrando su agua a través de las dunas intensificadas por la tormenta de la mañana. Agua deslizándose por el desierto.
Recordó otra clase de agua fluyendo en un río en su mundo natal, Caladan. Nunca había llegado a comprender el tesoro que representaba aquella agua deslizándose lodosa en un canada a través de la depresión en el desierto. Un tesoro. Con una discreta tos, un ayudante apareció tras él.
Paul tendió sus manos, tomando un tablero magnético con una simple hoja de papel metálico en él. Se movía tan lentamente como el agua del canad. La visión seguía fluyendo, pero él se sentía cada vez más reluctante a moverse con ella. —Perdón, señor —dijo el ayudante—, el tratado de Semboul. Vuestra firma. —¡Puedo leerlo! —restalló Paul.
Garabateó a Trady Simper en el lugar correcto. Devolvió el tablero, colocándolo directamente en la abierta mano del ayudante, consciente del temor que inspiraba este gesto. El hombre desapareció. Paul se volvió de nuevo. ¡Qué paisaje tan árido y desolado! Se imaginó a sí mismo aplastado por el sol y por el monstruoso calor, en un lugar de deslizantes arenas y encharcadas sombras de pozos de arena, demonios de viento danzando en las rocas con sus angostos vientres repletos de cristales de ocre.
Pero era también un paisaje rico, grande, lleno de angostos lugares con perspectivas de inmensidades vacías batidas por las tormentas, riscos, farallones y torturadas cadenas montañosas. Todo ello requería la presencia de agua y amor. La vida transformaba aquellas irascibles inmensidades en lugares de gracia y movimiento.
Pensó. Este era el mensaje del desierto. El contraste lo sorprendía con su constatación. Sintió deseos de volverse a los ayudantes apiñados en la entrada del siege y gritarles. Si necesitáis algo a lo que adorar, entonces adorad la vida, toda la vida, incluso la más ínfima vida que se arrastre por el suelo.
Todos nosotros formamos parte de esta belleza, pero no le comprenderían. En el desierto, ellos eran también interminables desiertos. Las cosas que crecían no habían danzado nunca verdes valex para ellos. Apretó los puños a sus costados, intentando detener la visión. Deseaba volar fuera de su propia mente. Era una bestia que se preparaba a devorarlo.
La conciencia yacía en él, pesada, hinchada con toda la vida que había absorbido, saturada con demasiadas experiencias. Desesperadamente, Paul intentó rechazar sus pensamientos. ¿Las estrellas? Su conciencia se enfocó hacia el pensamiento de todas aquellas estrellas sobre su cabeza. Un infinito volumen de ellas. Un hombre debía estar medio loco para imaginar que podía dominar sobre una sola lágrima de aquel volumen.
No podía llegar ni siquiera a imaginar el número de sujetos sobre los que su imperio ejercía su poder. ¿Sujetos? Más bien adoradores y enemigos. Había un solo hombre que pudiera escapar al angosto destino de sus prejuicios. Ni siquiera un emperador escapaba. Había vivido una vida de posesión, intentando crear un universo a su propia imagen. Pero el exultante universo terminaba arrojando sobre él sus silenciosas olas. Escupo sobre Doom, pensó, le doy mi humedad.
Su mito, que había levantado a base de intrincados movimientos e imaginación, a base de claro de luna y amor, a base de plegarias tan viejas como Adán, y grises riscos y escarlatas sombras, y lamentos y ríos de mártires. ¿En qué terminaba todo aquello? Cuando las olas se retiraban, las riberas del tiempo aparecían limpias, vacías, brillando con infinitos granos de recuerdo y cosas parecidas. Era esta la adorada génesis del hombre. El crujir de la arena contra las rocas le dijo que el Gola se había reunido con él. Hoy me has evitado, Duncan, dijo Paul.
Es peligroso para vos llamarme así, dijo el Gola. Lo sé. Yo he venido prevenidos, mi señor.
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