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Saga completa de Dune (6 libros) de Frank Herbert
El Mesías de Dune, Capítulo 16 (Audiolibro)

El Mesías de Dune, Capítulo 16 (Audiolibro) 36644o

4/5/2025 · 21:45
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Saga completa de Dune (6 libros) de Frank Herbert

Descripción de El Mesías de Dune, Capítulo 16 (Audiolibro) 2f304i

"El mesías de Dune" es la continuación de Dune que había sido escrita en 1964. Frank Herbert continua la historia de Paul-Muad'Dib, el joven heredero al Ducado de la Casa Atreides. Han pasado doce años, gracias a su victoria en la Batalla de Arrakeen ha tomado el control del Imperio del millón de Mundos de las manos del Emperador Shaddam IV de la Casa Corrino, y se han librado dos cruzadas en los mundos del imperio para extender la religión Fremen. 415uz

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No importa cuán exótica se vuelva la civilización humana, no importa el desarrollo de la vida y la sociedad, ni la complejidad de las relaciones máquina-hombre, sea como sea, siempre se producen interludios de solitario poder durante los cuales el curso de la humanidad, el auténtico futuro de la humanidad, depende de las acciones relativamente simples de una sola individualidad. Del libro Santo Tleilaxu, mientras cruzaba el alto puente para peatones que unía su ciudadela al edificio istrativo de la Kizarate, Paul añadió una leve coger a su paso.

Era casi el crepúsculo, y andaba a través de largas sombras que ayudaban a ocultarlo, pero unos ojos atentos podían detectar algo en su puerta que lo identificara. Llevaba un escudo, pero no estaba activado, puesto que sus ayudantes habían decidido que su brillo podía despertar sospechas a su alrededor. Paul miró a su izquierda, ristras de nubes cargadas de arena derivaban hacia poniente como el enrejado de una contraventana. El aire tenía una ceguedad hiered incluso a través de los filtros de su desfiltraje.

No estaba en realidad solo, pero seguridad nunca le había dejado tan libre, ni siquiera cuando paseaba solo por las calles en la noche. Ornitócteros con detectores nocturnos planeaban en aparente desorden sobre él, todos ellos conectados con sus movimientos a través de un transmisor oculto entre sus ropas. Hombres cuidadosamente seleccionados paseaban dispersos por las calles a su alrededor.

Otros patrullaban la ciudad sabiendo exactamente el disfraz que llevaba su emperador. Ropas fremen bajo el desfiltraje y botas del desierto teman, piel ennegrecida, mejillas distorsionadas con ayuda de tampones de plastene, un tubo reciclador colgando a lo largo de su mejilla izquierda. Al alcanzar el lado opuesto del puente, Paul miró hacia atrás, notando un movimiento tras la celosia de piedra que ocultaba uno de los balcones de sus apartamentos privados.

Chani sin duda. ¿Vas a cazar arena en el desierto? Había calificado ello su aventura. Qué pequeña era su comprensión de la amarga elección que él había tenido que hacer. Elegir entre distintos tipos de agonía, pensó, era una de las agonías más intolerables que uno pudiera imaginar. Por un impreciso y emocionalmente doloroso momento, revivió su partida. En el último instante, Chani captó una fugaz visión tau de sus sentimientos, pero lo interpretó mal. Creyó que sus emociones eran las que experimentaba alguien que abandonaba su bien amada para adentrarse en un peligro desconocido. Hubiera preferido no darme cuenta de ello, pensó.

Dejó atrás el puente y entró en la calzada para peatones superior que atravesaba el edificio istrativo. La gente se apresuraba hacia sus asuntos bajo la luz de los globos fijados aquí y allá. La quizarate nunca dormía. Paul examinó los rótulos que precedían las distintas puertas, pensando que era como si los viera por primera vez. Mercaderes de drogas, alambiques y retortas, prospecciones proféticas, pruebas de fe, ornamentos religiosos, armería, propagación de la fe. El más honesto de los rótulos era el que rezaba, propagación de la burocracia, pensó. Un tipo muy determinado de funcionario religioso civil había invadido todo el universo. Aquel nuevo hombre de la quizarate era a menudo mucho más que un converso.

Raramente habían desplazado a los fremen de los puestos clave, pero habían rellenado los intersicios. Usaban la mélange tanto para demostrar que podían permitirse este lujo como por sus poderes geriátricos. Se mantenían a parte de sus gobernantes, emperador, cofradía, venigeserit, lanzrat, familias o quizarate. Sus dioses eran la rutina y los registros. Se servían de mentax y de prodigiosos sistemas de archivo. La eficacia era el primer punto de su catecismo, aunque por supuesto invocaban los servicios de los preceptos bluterianos. Las máquinas no podían ser construidas a imagen de la mente humana, decían, pero cada uno de sus actos revelaba que preferían las máquinas a los hombres, las estadísticas a lo individual, los puntos de vista generales al toque personal que requería imaginación e iniciativa.

Al emerger a la rampa del otro lado del edificio, Paul oyó las campanas que llamaban al rito del atardecer en el santuario de Alia. Había un extraño sentimiento de permanencia en las campanas. El templo, al otro lado de la atestada plaza, era nuevo, contemporáneo a los ritos que albergaba, pero había algo en su ubicación en una depresión del desierto al extremo de Arraquen, algo en la forma en que la arena había erosionado las paredes de piedra y plastene, algo en la disposición de los edificios que habían ido surgiendo alrededor del santuario.

Todo conspiraba para producir la impresión de que era un lugar muy antiguo, lleno de tradiciones y misterio. De repente se halló inmerso en la multitud, rodeado. El único guía que sus fuerzas de seguridad habían conseguido hallar había insistido en que debía ser así. A seguridad no le había gustado que Paul la separa de ella.

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