La filosofía y la vida v6v5u

“Nada es solamente lo que es”, decía María Zambrano. El arte moderno, sin embargo, ha escogido como motivo sobre el que sustentarse el de tratar de reflejar lo que las cosas estrictamente son, alineándose con lo que, por ejemplo, Paul Cézanne proponía cuando decía: "No hay que pintar lo que nosotros creemos que vemos, sino lo que vemos". Sin embargo, si Zambrano tiene razón, la función del arte y de la literatura sería la de indagar en todo lo que a las cosas y a los acontecimientos les falta para ser. Y eso significaría entonces que el arte y la literatura modernos han escogido un camino autodestructivo.

Fue Virginia Woolf la que en 1924 pronunció las palabras que sirven de título a este audio. La nueva forma de mirar, que se hizo plenamente manifiesta en las formas artísticas que se hicieron por entonces prevalecientes, pero que, de un modo u otro ha impregnado los modos de vida de Occidente y del mundo en general, es, en su extremo, llamativamente evocadora de aquella que le invade al esquizofrénico y que Jean-Paul Sartre describe magníficamente en “La náusea”. Como en “Matrix”, en el “museo de extrañeza” en que se va convirtiendo el mundo (tan lleno de posibilidades, por otra parte), las experiencias se van quedando sin hombres a quienes atribuirlas.

Nuestra cultura ha ido evolucionando hacia un subjetivismo extremo, según el cual la realidad externa no tiene ninguna consistencia: cada cual podemos inventar nuestra propia realidad (precisamente, eso es lo que caracteriza a la esquizofrenia). Michel Foucault es quizás el máximo representante intelectual de esa trayectoria cultural, a la cual se ha unido, ya desde Simone de Beauvoir, el llamado feminismo de género, para el que “hombre” o “mujer” no son realidades objetivas, sino constructos culturales. Frente a esta clase de feminismo, Christina Hoff Sommers, también feminista, además de escritora y doctora en filosofía, se proclama partidaria de un feminismo de igualdad.

El esquizofrénico se defiende del caos y el absurdo con que se le muestra el mundo exterior retirándose de la realidad, retrayéndose hacia su mundo interior. La cultura occidental lleva mucho tiempo realizando el mismo movimiento: acepta que el mundo no tiene sentido ni finalidad alguna, que no hay ningún propósito en la creación ni ideales a los que aspirar que tengan virtualidad para ordenar ética o estéticamente el conjunto de las cosas.

En la vida de los grandes hombres suele ser evidente la aparición de un punto de inflexión a partir del cual se produce una transformación en su personalidad. Desde entonces, lo que había sido una vida sometida a los complejos, la inseguridad o el abatimiento pasa a convertirse en una vida renovada en la que van apareciendo todos los elementos que hacen de esas personas seres sobresalientes. Repasaremos cómo se produjeron esas conversiones en personajes como San Pablo, San Agustín, Descartes, Spinoza, Fichte, Nietzsche y Carl Gustav Jung.

Una sociedad se mantiene estable cuando las fuerzas que aglutinan sus partes componentes prevalecen sobre las fuerzas disgregadoras, las que oponen a las partes entre sí y con el todo. La descomposición territorial de la nación o la confrontación irresoluble de unos sectores de la sociedad con otros son las vías más eficaces para la desestabilización de una sociedad. Es lo que Rostovtzeff, un conspicuo historiador de la Grecia y Roma clásicas, observó que ocurría en los tiempos en los que la caída del Imperio romano era inminente: “Los campesinos odiaban a los terratenientes y a los funcionarios –dice–; el proletariado de las ciudades odiaba a la burguesía urbana, y el ejército era odiado por todos, incluso por los campesinos...”. Por lo demás, un estupendo caldo de cultivo, sobre todo emocional, para esa desestabilización en las sociedades contemporáneas lo constituyen las movilizaciones callejeras en favor de las fuerzas disgregadoras.

Seguimos dando vueltas alrededor de los libros de Yuval Noah Harari, cuya publicación constituye uno de los acontecimientos intelectuales más importantes de estos últimos años. Las ideas en ellos transcritas nos trasladan esta vez al momento de la revolución cognitiva que tuvo lugar hace 70.000 años y que facultó al Homo sapiens para hablar de cosas inexistentes. El debate en el que nos introduce Harari es el de si esas realidades inexistentes, puesto que no tienen sustento objetivo, son simples autoengaños o son, por el contrario, el síntoma de algo más profundo, algo que vino a añadirse a las aportaciones de la mera evolución biológica y que tomó el relevo de esta en la marcha del hombre hacia algo más de lo que la estricta biología nos permite alcanzar.

Las reflexiones expuestas en este audio han sido suscitadas fundamentalmente a raíz de la lectura de los dos libros de ensayo más importantes de todos los publicados en los últimos tiempos: “Sapiens” y “Homo Deus”, de Yuval Noah Harari. La investigación psicológica viene a mostrarnos que una buena higiene mental pasa por la necesidad de sentir que, en alguna medida, uno es protagonista de su propia vida y que tiene un mínimo control sobre las cosas que pasan en ella. Sin embargo, la ciencia, y sobre todo los últimos avances tecnológicos, parecen empeñados en convencernos de que no somos más que instrumentos de fuerzas que forman parte de nuestra circunstancia: los genes, el azar, la selección natural y últimamente, los algoritmos, que van a conocernos mejor que nosotros mismos. ¿Cómo sería un mundo en el que los yoes de las personas no tengan ninguna función? ¿A qué nos dedicaríamos en la vida si todo lo que pretendiéramos hacer ya estuviera ordenado imperativamente antes de que nos pusiéramos a hacerlo?

Hay una unidad esencial entre el mundo que vemos y la plataforma desde la que hemos escogido verlo (entre la circunstancia y el yo). A partir de la Era Moderna, la autoimagen prevalente que hemos asumido los seres humanos, y que determina la perspectiva desde la cual observamos el mundo, es la del mecanicismo: desde entonces, fundamentalmente, nos vemos como un engranaje de piezas autónomas articuladas; funcionamos, según eso, al modo en que lo hacen las máquinas. Los modelos escogidos para decidir nuestra autoimagen han sido sucesivamente los autómatas, la máquina de vapor y, en nuestro tiempo, los ordenadores. La vida interior, el mundo emocional, vistos desde esta perspectiva mecanicista, han pasado a ser un epifenómeno superfluo y prescindible: ningún ordenador necesita de ellos. Pero es posible que vernos como meros procesadores de datos signifique que hemos escogido una autoimagen que amputa elementos decisivos de lo que somos. Quizás seamos algo más que más o menos eficientes robots.

Daniel Kahneman, flamante Premio Nobel de Economía, sostiene que aunque la experiencia nos demuestra una y otra vez que las cosas no son como quisiéramos que fueran, los hombres no podemos tolerar la falta de sentido. Así que, cuando la realidad se pone intransigente, optamos, en el grado que consideremos necesario, por recomponer o deformar esa realidad, hasta conseguir que se acomode a nuestras necesidades de sentido. Lo evidente pasa así a ser algo prescindible. En ese punto está el separatismo catalán.

Han venido a confluir en la preparación de este podcast las teorías de Jean-Pierre Garnier Malet sobre el yo cuántico, las de Carl Gustav Jung sobre el inconsciente, las insólitas experiencias que montañeros, náufragos y exploradores han tenido en situaciones críticas, coincidentes en alguna medida con las de Santa Teresa de Jesús, Emanuel Swedenborg o las de aquellos que Raymond Moody investigó a propósito de lo que experimentaron en la cercanía de la muerte. Platón, San Pablo, William James y el Libro Tibetano de los Muertos se apuntan también a este un tanto variopinto periplo intelectual.

El mal en nosotros: Jung lo llamaba la "sombra”. Allí residen no sólo nuestras perversiones, sino también nuestros defectos, insuficiencias, secretos inconfesables… La vida es un combate moral: existimos gracias a que tenemos mal al que combatir. “En el fondo –decía Cioran–, ¿qué hace cada hombre? Se expía a sí mismo”. Si renunciamos a ese combate, si nos ocultamos el mal que nos habita, acabará aflorando como enfermedad. Así lo confirma Nietzsche: “ ‘Mira, yo soy enfermedad’ –así habla la acción malvada; ésa es su sinceridad”.

Ante una situación de amenaza o angustiosa, el primero en reaccionar es nuestro cuerpo. Si esa amenaza o esa angustia se cronifican, la respuesta orgánica y muscular también lo hacen, generando disfunciones fisiológicas, bloqueos musculares y actitudes psíquicas que están en la base de muchas enfermedades orgánicas y psíquicas, cuya raíz inicial suele estar ubicada en la primera infancia. Freud, observó cómo la histeria se curaba al rememorar la situación traumática original y elaborar verbalmente ese recuerdo, es decir, que traducir la respuesta de los órganos a su equivalente verbal tenía eficacia terapéutica. Pero no es el lenguaje verbal el único que puede tomar el relevo al de los órganos y, en general, al del síntoma: la imaginación ha sido utilizada de diferentes maneras a la hora de construir ese lenguaje alternativo que sirva de descarga a la respuesta orgánica, muscular y psíquica que quedó interrumpida y fijada en el síntoma.

En el siglo XVI el alma europea se bifurcó: una parte de ella se dejó guiar por lo que San Agustín decía que era “la enfermedad de la curiosidad (…) la que nos impulsa a tratar de descubrir los secretos de la naturaleza (…) los cuales el hombre no debería desear aprender”; en suma, contradiciendo al santo, condujo su interés hacia el estudio minucioso de las cosas del mundo externo. Por esa vía se llegaría hasta el descubrimiento del método científico y, en suma, a la revolución científica. Otra parte del alma europea, por ejemplo la España de los místicos, se mantuvo fiel a aquella idea agustiniana y siguió centrando su atención en el mundo interior, donde según el mismo Agustín, habita la verdad. El objetivo máximo para los místicos consiste no en conocer el mundo sino en alcanzar el éxtasis. Este año se celebra el 500 aniversario del nacimiento de Santa Teresa, lo cual es motivo suficiente para reflexionar sobre todo esto.

“El miedo –decía Nietzsche–, ese es el sentimiento básico y hereditario del hombre; por el miedo se explican todas las cosas, el pecado original y la virtud original”. En realidad, el miedo es una forma ya elaborada de un sentimiento aún más radical y primario: la angustia, que, efectivamente, vino al mundo incluida en el mismo paquete en el que llegamos nosotros mismos. El miedo más atávico de los que el hombre ha sufrido es aquel que le suscitaba el ataque de un depredador, frente al cual el organismo reaccionaba (y sigue haciéndolo) preparándose para dar las respuestas de ataque o huida de la manera más efectiva. Si ese sentimiento de amenaza permanece en el tiempo, las respuestas del organismo se cronifican y quedan ancladas en lo que Wilhelm Reich denominaba coraza muscular y coraza caracterial, siendo ambas el origen de muchas enfermedades tanto del cuerpo como de la mente. El caso es que nuestros sentimientos de amenaza actualmente no se suelen vincular tanto a peligros de naturaleza física como anímica, los que se refieren a la posible pérdida de nuestra identidad, de ser quienes nos exigimos ser. Estas nuevas amenazas siguen suscitando aquellas mismas respuestas del organismo que, cronificadas, generaban las corazas muscular y caracterial de las que hablábamos, y los mismos o semejantes problemas orgánicos y mentales.

Entremezclando lucidez, desencanto e ironía, como en él era habitual, decía Cioran: “Todo el secreto de la vida se reduce a esto: no tiene sentido. Pero todos y cada uno de nosotros nos empeñamos en encontrarle uno”. Quizá fuera mejor decir que lo que no tiene sentido es la realidad que nos circunda, la circunstancia, que está siempre dispuesta a desbaratar el proyecto de vida que ponemos en marcha, precisamente, para conseguir que ésta tenga un sentido. Con esa vertiente absurda de la realidad se han topado definitivamente, por ejemplo, las vidas en marcha de los pasajeros del avión estrellado en los Alpes. Sin embargo, y pese a una realidad que se empeña en mostrarnos a menudo el absurdo que la fundamenta, estamos ineludiblemente obligados a perseguir, mientras podamos, el sentido de la vida, porque, como Ortega decía: “El hecho humano es precisamente el fenómeno cósmico del tener sentido”.

Hoy, en España, es posible llegar a tener un título universitario sin haber tenido ningún o académico con la filosofía. El declive que está sufriendo la filosofía forma parte de la misma trayectoria que, en sentido contrario, ha llevado a la ciencia experimental a alcanzar sus más altos logros. Hemos llegado, sí, a un altísimo grado de conocimiento de los datos de la realidad. Sin embargo, Ortega dice que “el ser fundamental por su esencia misma no es un dato, no es nunca un presente para el conocimiento, es justo lo que le falta a todo lo presente (...). Su modo de estar presente es faltar, por tanto, estar ausente”. Pues bien, esa ausencia no se puede estudiar en el laboratorio. Solo puede investigarla la filosofía. ¿Cómo descubriremos si la vida tiene sentido si solo disponemos de laboratorios, si desaparece la filosofía?

El comunismo irrumpió en la historia con la pretensión de sustituir la iniciativa privada, que consideraba motivada por el egoísmo, por la planificación pública, que presuponiendo que estaba dirigida hacia el interés común, no solo acabaría con las perversas motivaciones individualistas, sino también con las desigualdades. Asimismo, acabaría con la irracionalidad en la producción y en la distribución de la riqueza, impulsadas, hasta que el comunismo llegue a implantarse, por aquellos espurios intereses. En la práctica, sin embargo, las aplicaciones de la doctrina comunista han dejado un rastro de millones de muertos y de ruina social y económica en los países donde se ha implantado. Las encuestas apuntan hoy en España a la posibilidad de que Podemos, un partido comunista, alcance el poder. En el contexto de lo dicho, resulta perentorio reflexionar sobre lo que eso pueda significar.

Existen evidentes paralelismos entre la crisis que hizo eclosión en 1929 y esta otra de 2007-2008 que, si bien no deben exagerarse (hoy, en general, se vive, pese a todo, mucho mejor), tampoco deberían desdeñarse. Esas similitudes afectan también a los diversos factores concomitantes que acompañaron entonces y también, matizados, acompañan ahora a las respectivas caídas de la economía: el descrédito de las instituciones, el afán de revancha contra los que, de modo más o menos fehaciente, se presentan como responsables de lo que pasa, y la emergencia de teorías totalitarias que, evidenciando la existencia de un miedo a la libertad, adquieren gran auge, especialmente en los países más afectados por la crisis.

Si excluimos a las mentes más condicionadas por sus prejuicios, la parapsicología ha dejado atrás la etapa de tener que dedicarse a demostrar la existencia de los fenómenos de percepción extrasensorial y lo que toca es ir generando teorías que permitan aproximarse a la explicación de estos hechos asombrosos. En el marco del psicoanálisis, incluyendo sus ramales heterodoxos, como la psicología analítica de Carl Gustav Jung, han ido surgiendo explicaciones que vinculan los fenómenos de telepatía y videncia con determinadas personalidades y/o regresiones a estructuras de personalidad propias de fases anteriores a la adquisición del lenguaje verbal. En esas fases habría que considerar la existencia de campos de relación y comunicación más ligados a imágenes o ideogramas que a significados concretos y directamente traducibles a palabras. El “inconsciente colectivo” de Jung, el “campo mórfico” de Rupert Sheldrake o la “participación mística” de Lévy-Bruhl serían modos diversos de conceptualizar ese misterioso campo en el que parecen existir fuerzas dotadas de intencionalidad que hasta cierto punto trascienden de las personas que las perciben. Algo así como la inspiración que “las musas” provocan en las personas creativas.