
Descripción de La hereje del sexo 3l4v5e
https://bellaperrix.com ❤️ No hay nada que me excite más, que explicar mis aventuras sexuales a un extraño. Cada vez que hablo de sexo me pongo cachondísima. Soy una pervertida, una morbosa, obscena, me atrevería a decir que incluso una degenerada. ¿Qué otros calificativos se os ocurren para describir a una chica cuya principal afición es poner cachondos a los curas e incluso llegar a más, si se tercia? 🔔 SÍGUEME y ACTIVA LA NOTIFICACIÓN para recibir mis relatos eróticos. 🔔 Un nuevo relato erótico cada LUNES!. ¿Quieres anunciarte en este podcast? Hazlo con advoices.com/podcast/ivoox/1795339 445a4b
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
No hay nada que me excite más que explicar mis aventurillas sexuales a un extraño.
Suelo ponerme bastante cachonda cada vez que hablo sobre sexo, que recuerdo y enumero las ocasiones en las que me he acostado con un hombre o las locuras que suelo cometer para conseguir llevármelo a la cama.
Todo lo que allí sucede después entre las sábanas.
Me gusta provocar y escandalizar.
Y para conseguirlo suelo exagerar la verdad o soltar alguna mentirijilla.
No puedo evitarlo.
Me pongo a cien cada vez que noto que a alguien le incomoda lo que le cuento.
E intenta sonreír mientras piensa que soy una fresca de tomo y lomo.
O simplemente disimula y se pone cachonda al oír mis relatos.
Eróticos, claro.
Siempre se llevan una opinión errónea.
Piensan que soy una guarra, una ninfómana, y que no ando muy bien de la azotea.
Pero lo que ellos no saben es que cuando llego a casa me quito la falda, me bajo las bragas y juego con mi conejo mientras recuerdo sus caras de bobo y esos ojos de besugo que ponen cada vez que suelto algún taco o algún comentario suez.
Mi ideal de víctima suele ser aquel mojegato o mojegata que opinan del sexo.
Es demasiado y que es pecado.
Tampoco es divertido.
Y como suelo ser bastante explícita en mis monólogos cachondos, pongo en un aprieto a más de uno y una.
Los hombres suelen cruzar las piernas cuando notan como el pene se les hincha y les crece sin poder evitarlo.
Más de uno se ha puesto cardíaco al describirle lo que una siente cuando una buena polla le atraviesa la raja.
Una y otra vez se hunden sus entrañas.
Se me humedece el chiche al pensar en un tío macizo con un buen cipote.
No explicar y reinventar mi vida sexual viene de lejos, de cuando yo era una pollita.
Por aquel entonces iba a un colegio de monjas y una buena forma de escaquearse de las clases era acudir al confesionario, donde un cura reprimido y cuarentón paraba las orejas para escuchar cuatro chiquillerías, largándonos un sermón y recetándonos unas cuantas oraciones como remedio y penitencia a nuestros pecadillos.
Ninguna de nosotras tenía novio, ni la posibilidad de tenerlo, pues estábamos internas y no hacíamos vida fuera del internado.
Tampoco sabíamos nada de los chicos y muy poco sobre el sexo.
Nunca habíamos visto a un hombre desnudo y mucho menos un buen rabo en elección.
La más afortunada, fue la inabilidad de su hermano pequeño cuando iba con sus padres a la playa en verano.
A pesar de toda nuestra ignorancia sobre temas promiscuos y carnales, yo me las ingeniaba para parecer una experta.
Mentir como una abeyaca y soltar una trola atrás de otra al pobre párroco.
En esos días la calentorienta imaginación hizo que le confesaba, y me tonteaba con un chaval de quince años.
Narré con todo lujo de detalles, como ese buen mozo saltaba la tapia del patio con cierta asuiduidad y se veía conmigo a escondidas.
Le aseguré que me había tocado mis partes pudientes y que no sólo se lo hacía conmigo, sino que también se encontraba con algunas compañeras de clase.
Naturalmente todo aquello era una sarta de mentiras más virgen e inocente que una gitana antes de la noche de bodas.
No estoy segura de que se creyera todo lo que le contaba ni que hiciera caso omiso del secreto de confesión para ir con el cuento a las monjas.
Ellas nunca me preguntaron sobre los chicos ni me castigaron por esas supuestas confesiones, aunque se preocuparon de alzar los muros y poner alambre de espino para impedir que nadie pudiera saltar.
Hay ocasiones en que me levanto de la cama nostálgica y con un poco de gamberrismo, con ganas de rememorar aquellas chiquilladas.
Así que selecciono un vestuario discreto, quico, pudroso y algo beato.
Me visto, salgo a la calle, entro en alguna iglesia y busco a algún párraco con cara de bonachón y crédulo para soltarle algunas de mis trolas.
El otro día encontré uno.
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