
Descripción de La carta que no escribi 495o43
No se en qué momento mi hija y yo empezamos a hablarnos menos. Antes nos reíamos por cualquier tontería, nos contábamos todo… y ahora, todo eran silencios. Silencios largos. Casi fríos. Y puertas cerradas. Había días en los que parecía que cualquier palabra mía era una chispa que encendía una discusión. Yo, que siempre me he esforzado por comprender a los demás, sentía que no sabía cómo entenderla a ella. Mi niña. Una noche me senté con una libreta en las manos. Solo necesitaba sacar todo eso que me pesaba. Y entonces escribí. No para ella, sino para mí. Y para esa parte de mí que todavía arrastra historias que nunca se contaron. “Hija, No sé cuándo dejamos de hablarnos como antes. No sé en qué momento sentiste que yo era el enemigo. Solo sé que me duele más tu indiferencia que tus enojos. Porque me recuerda a mi yo de antes. Al adolescente que también se encerraba en su cuarto porque no sabía cómo pedir que me escucharan.” Seguí escribiendo. Recordé mi propia juventud, mis heridas, mis batallas calladas, mis ganas de que alguien me abrazara sin pedirme explicaciones. Recordé cómo me prometí que, si algún día tenía una hija, yo sería distinto. Pero ahora… ahora sentía que no sabía si lo estaba logrando. Al terminar la carta, me sentí vacío y lleno al mismo tiempo. No iba a dársela. No hacía falta. Lo importante era que yo, al fin, había sido honesto conmigo. Guardé la carta en una caja junto a una fotografía suya, de cuando apenas tenía cuatro años y se dormía abrazada a mi cuello. Y entonces lo supe: lo que necesitaba no era una estrategia. Era Paciencia. Y amor del bueno, de ese que se queda aunque no se note. Esa noche, cuando regresó a casa, le ofrecí algo sencillo: un abrazo. Largo. Sin palabras. Un abrazo de esos que contienen todas las palabras no dichas. No le pedí explicaciones. Solo le dije: —Estoy aquí. Cuando quieras, te escucho. Pasaron algunas semanas. Y una mañana, sobre la mesa, encontré una nota suya, escrita con su letra desordenada, como cuando era niña: “Gracias por no rendirte conmigo. Perdón por no saber cómo decirte lo que siento. Yo también estoy intentando entenderme.” Y ahí lo entendí todo. A veces, nuestras hijas no se están alejando. Solo están aprendiendo a encontrarse. Y necesitan saber que, cuando estén listas, estaremos ahí. Sin juicios. Con los brazos abiertos. Porque el amor no siempre habla fuerte. A veces, solo espera. Y abraza. 2q1y34
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
No sé en qué momento mi hija y yo empezamos a hablarnos menos.
Antes nos reíamos por cualquier tontería, nos contábamos todo.
Y ahora todo eran silencios, silencios largos, casi fríos y puertas cerradas.
Había días en los que parecía que cualquier palabra mía era una chispa que encendía una discusión.
Yo, que siempre me he esforzado por comprender a los demás, sentía como que no sabía cómo entenderla a ella, a mi hija.
Una noche me senté con una libreta en las manos, solo necesitaba sacar todo eso que me pesaba.
Y entonces escribí, no para ella, sino para mí, y para esa parte de mí que todavía arrastra historias que nunca se contaron.
Hija, no sé cuándo dejamos de hablarnos como antes, no sé en qué momento sentiste que yo era el enemigo, solo sé que me duele más tu indiferencia que tus enojos, porque me recuerda a mí, a mi yo de antes, al adolescente que también se encerraba en su cuarto, porque no sabía cómo pedir que me escucharan.
Seguí escribiendo, recordé mi propia juventud, mis heridas, mis batallas calladas, mis ganas de que alguien me abrazara sin pedirme explicaciones, recordé cómo me prometí que si algún día yo tenía una hija, sería distinto, pero ahora, ahora sentía que no sabía si lo estaba logrando.
Al terminar la carta me sentí vacío y lleno al mismo tiempo, no iba a dársela, no hacía falta, lo importante era que yo, al fin, había sido honesto conmigo mismo.
Guardé la carta en una caja junto a una fotografía suya de cuando apenas tenía cuatro años y se dormía abrazada a mi cuello.
Y entonces lo supe, lo que necesitaba, no era una estrategia, era paciencia y amor del bueno de ese que se queda aunque no se note.
Esa noche, cuando regresó a casa, le ofrecí algo sencillo, un abrazo largo, sin palabras, un abrazo de esos que contienen todas las palabras no dichas.
No le pedí explicaciones, solo le dije, estoy aquí, cuando quieras, te escucho.
Pasaron algunas semanas y una mañana sobre la mesa encontré una nota suya, escrita con su letra desordenada como cuando era niña.
Gracias por no rendirte conmigo, perdón por no saber cómo decirte lo que yo siento, yo también estoy intentando entenderme.
Y ahí lo comprendí todo, a veces nuestras hijas no se están alejando, solo están aprendiendo a encontrarse y necesitan saber que, aunque están listas, estaremos ahí sin juicios, con los brazos abiertos.
Porque el amor no siempre habla fuerte, a veces solo espera y abraza.
Pensamientos y cuentos como estos los tienes en mis dos libros, mis cuentos prestados y mis cuentos prestados 5.6, los tienes en Amazon, no te los pierdas, sé inquebrantable, invencible, siempre creo en ti y pásatelo pirata, ey, recuerda, la vida es muy corta como para beber mal vino.
Nos vemos en los bares.
¡Chao, familia!
Comentarios de La carta que no escribi 1c5229