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MEMORIAS DE AMOR Y DE GUERRA
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18 - hepatitis

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20/4/2025 · 09:45
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MEMORIAS DE AMOR Y DE GUERRA

Descripción de 18 - hepatitis 325q5f

Parte 3 Capítulo 6 “Memorias de Amor y de Guerra” son mis recuerdos de una década trágica (1976-1986) para mi país Guatemala. Quiero compartir con las nuevas generaciones lo vivido, con la esperanza de que nunca más los jóvenes crean que la guerra es la solución de nuestros problemas. Creo que es mi responsabilidad hacerlo y así poner mi granito de arena para que juntos encontremos nuevos caminos para construir un mundo mejor, más justo y más amoroso. "Memorias de Amor y de Guerra" inicia la madrugada del terremoto del 4 de febrero de 1976 que desoló el país de frontera a frontera, un terremoto que nos desveló las condiciones de pobreza extrema de la inmensa mayoría del país. Fue así, que, siendo estudiante del colegio más caro de Guatemala, decidí a los 16 años incorporarme a la lucha clandestina y guerrillera. Es también un libro que habla de la urgente necesidad de amar y ser amado, cuando cada día puede ser el último día de nuestras vidas. ¿Quieres anunciarte en este podcast? Hazlo con advoices.com/podcast/ivoox/2552305 1i5sw

Lee el podcast de 18 - hepatitis

Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.

Tercera parte, capítulo seis.

No sé cuántos días pasaron antes de que Pancho llegara, pero cuando llegó, al menos cinco compas ya habían pedido su baja, lo que nos obligaba a estar en permanente movimiento por temor a una delación.

El impacto moral en los combatientes fue devastador, como lo fue para todos.

Nuestro papel como oficiales se suponía que debía ser subir esa moral.

Viéndolo ahora, ese fue para mí el inicio de una permanente retirada, un siempre nadar contracorriente en el vano intento de emular a David contra Goliath.

El siguiente mes fue, una vez más, un permanente juego del gato y el ratón.

Pero más que gato parecía león.

De nuevo nos movíamos de la zona del cigarro a las montañas de los Chivinels.

Hacía unos quince días que Sean me había diagnosticado hepatitis.

Tenía todos los síntomas.

Picazón en todo el cuerpo, ictericia, diarrea, debilidad general y pipí como Coca-Cola.

Después de una semana de marchas, era evidente que me tenían que sacar a la ciudad.

En medio del cerco en el que estábamos, los compas del Frente Urbano me recogerían en la carretera que sube a Santa María Visitación.

Nuevamente éramos tan solo unos quince combatientes en todo el frente.

Con dos compas salimos hacia el punto de embarque.

Llovía intensamente, lo que siempre se agradece cuando de pasar desapercibido se trata.

Íbamos vestidos de civil y solo con arma corta, con botas de hule, sombreros y los típicos plásticos que usan los campesinos como único impermeable.

Esperamos a que oscureciera para pasar por una pequeña finca.

Comenzamos a avanzar por la trocha lodosa, con ese lodo que parece que quiere quedarse con tus botas.

Luego de una curva, como a 50 metros, vimos a un soldado con el uniforme camuflajeado que identificaba a los pintos, de posta en la garita de entrada a la finca.

Ni bien vimos que comenzaba a subir su fusil y ya estábamos corriendo en dirección contraria bajo la consigna de mejor que digan que aquí corrió, que aquí quedó.

Me sentí cobarde.

Estaba amaneciendo cuando llegamos con los demás compas.

Se decidió que Pancho saliera con el patojo y no recuerdo quién es más a emboscarse en el camino hacia Guineales.

Yo y Julito como mi guía, saldríamos hacia la casa de la abuelita.

En tres días, un compa pasaría recogiéndome a las siete y media de la noche.

Solo esperará quince minutos, me dijo Gerardo.

En mi estado, fácilmente nos tomaría tres días para llegar.

Estaba poniéndome mis botas de cuero, porque las de hule me habían quemado los pies, cuando sonó la detonación de la mina Claymore que llevaban los compas, seguida de un fuerte tiroteo que se prolongó unos quince minutos.

Everardo brincó de alegría.

Yo debía haberme hundido hasta el centro de la tierra.

Aquello ponía en peligro mi evacuación y yo estaba quebrado física y moralmente.

De nuevo, me sentí cobarde.

Julito confiaba en que cualquier refuerzo del ejército desde Santo Tomás la Unión tardaría al menos unas tres horas en llegar.

Tiempo suficiente para cruzar a la montaña del Tata y descansar ahí hasta el anochecer del día siguiente.

Finalmente, llegó Pancho.

Calculaba las bajas enemigas en unas diez entre muertos y heridos.

El patojo había intentado bajar a recuperar algunas armas, pero el incendio de la mina no le permitió.

Salimos inmediatamente con Julito, vestidos de campesinos, con un morral donde llevábamos cada uno una pistola, azúcar, mosh, unos totopostes que son tamales grandes y una cantimplora con tilapa.

Lo más riesgoso de nuestra ruta era que teníamos que cruzar el camino de herradura por donde venían avanzando la patrulla emboscada y no podíamos esperar a que anocheciera.

El día siguiente, Julito, quien era un buen conocedor del terreno, nos llevó a una curva donde podíamos ver al menos cien metros para cada lado.

No se oía nada.

Me hizo señal de cruzar primero.

Cuando se trata de correr, la adrenalina siempre viene al rescate sin importar lo agotadas que puedan estar las energías.

Me parapeté y le hice señas de que todo estaba tranquilo y que no había ningún problema.

Julito se conocía las brechas por donde solo caminaban animales y podía orientarse hacia la casa donde había crecido con los ojos cerrados.

La primera hora de camino me exigió caminar lo más rápido que pudiera.

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