
07-"Las crónicas de Esther" de Vicente García. Capítulo 7. Audiolibro. Distopía. Ciencia Ficción. 27456c
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Capítulo 7 Los primeros rayos del sol despertaron casi al unísono a los tres viajeros, poco acostumbrados a la claridad que parecía invadirlo todo. Además, la llegada del día parecía haber activado el mundo entero y alrededor de ellos correteaban todo tipo de animales que emitían una amplia gama de sonidos, desde pájaros cantores a conejos que deambulaban de un lado a otro.
Sinceramente, dudo mucho que el aire que respiramos pueda estar contaminado, expuso Jack al contemplar aquella pictórica escena. De ser así, aquella ardía debería haber muerto hace tiempo, dijo señalando a un conejo que mordisqueaba la hierba no lejos de donde estaban. De todas formas, la posibilidad del aire contaminado no es el único peligro del que nos advertían en clase, le recordó su novia.
Ya, recuerdo que citaban también riesgos como la existencia de mutantes, seres bacteriológicos microscópicos o efectos meteorológicos de diversa índole, añadió Alexa intentando recordar aquella lección, aunque le costaba, pues había vuelto a tener una de sus vívidas pesadillas y un persistente dolor parecía haberse instalado en su cabeza.
Bajo esa apariencia de rebelde, eres una empollona de cuidado, bromeó su compañera, mientras Jack, ensimismado, intentaba divisar algo a lo lejos. ¿Sucede algo? preguntó Alexa.
No estoy seguro, respondió señalando el suelo. ¿Os habéis dado cuenta de que ahí hay unas huellas humanas y no son nuestras? Alexa y Esther se callaron al instante, y tras contemplar el suelo, comenzaron a mirar a su alrededor preocupadas.
¿Son recientes? preguntó por fin Alexa. No lo sé, no tengo ni idea de huellas, pero está claro que no somos los únicos humanos en esta zona y deberíamos de ir con cuidado.
Tras desayunar, parte de las provisiones que portaban consigo, comenzaron a caminar sin rumbo fijo en dirección al norte. En su interior hervían sentimientos contrapuestos, que iban desde el temor a encontrarse con fieros humanos caníbales que les devoraran cocidos en una marmita, a la emoción de establecer o con seres semejantes a ellos que habitaran fuera de las cúpulas.
Se contaban todo tipo de historias sobre la dura vida en el exterior, un lugar salvaje donde la protección y sabiduría de Iris no alcanzaba. En varios momentos, por la cabeza de los tres pasó el retirarse y regresar a la protección del domo, pero era entonces cuando la emoción y la curiosidad les invadía y les empujaba a continuar.
Alrededor del mediodía, todavía lejos de donde se encontraban, pudieron contemplar una columna de humo procedente de las montañas. Jack fue el primero en distinguirla y en sacar sus potentes binoculares para intentar distinguir algo. «Procede de cerca de la montaña», dijo mientras miraba con atención. «Parece que a sus pies haya... una ciudad». «¿Una ciudad?», preguntó fascinada Esther. «¿A qué te refieres? ¿A un domo vecino?» «No, no es un domo.
Es simplemente una ciudad, sin más». «Imposible», se limitó a decir Alexa en crédula. «Déjame echar un vistazo». Jack dudó, le apetecía seguir mirando, pero cedió ante la determinación de su compañera. «Tenías razón. Se trata de una ciudad, sucia, derruida, pero una ciudad. Y no sólo es inmensa, sino que... creo que está habitada». «Sí, eso parece», certificó Jack.
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