
El verde sempiterno más oscuro: Taxus sp. {La Senda de las Plantas Perdidas 090} 2z6b1k
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Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
Un año para la estaca.
Tres años para el campo.
Tres vidas de campo para un sabueso.
Tres vidas de sabueso para un caballo.
Tres vidas de caballo para un ser humano.
Tres vidas humanas, un ciervo.
Tres vidas de ciervo para el mirlo.
Tres vidas de mirlo para el águila.
Tres vidas de águila para el salmón.
Tres vidas del salmón para el tejo.
Tres vidas de Tejo para el mundo entero, desde su inicio hasta su final. Ut Dixit, poeta.
Muy buenas y muchas gracias por acompañarme en La Senda de las Plantas Pertidas, este podcast etnobotánico donde dar voz a nuestras historias de amor y de desamor también, con un reino tan olvidado como esencial, el reino vegetal. Soy Aina Eserice, bióloga y escritora, y con el episodio de hoy damos por terminada la décima temporada del podcast, dedicada a las plantas y a la muerte, y lo hacemos con un invitado excepcional que me consta que era muy esperado por mucha gente al otro lado de las ondas.
Y es que en los últimos tiempos a estos árboles les han salido una cantidad de fans, entre los que yo me incluyo, astronómica. Sobre todo en tierras europeas, donde se han fraguado la mayoría de leyendas y costumbres relacionadas con ellos. Sin embargo, existen usos más recientes de estas plantas que los han convertido en una presencia invisible en hospitales del mundo entero, así que es posible que alguien de tu entorno haya tenido trato con ellas.
Aviso desde ya mismo que este episodio no les hará justicia, porque podrían escribirse libros enteros sobre estos árboles. Y se han escrito, de hecho, algunos incluso me los he leído para preparar este audio. Habrá muchísimos aspectos que se quedarán fuera porque voy a centrarme sobre todo, aunque no exclusivamente, en los que lo relacionan con la muerte, que no son pocos precisamente, tanto literales como simbólicos. Tanto es así que pronto verás por qué no hay planta mejor que ella para cerrar esta temporada.
Con todos nosotros, hoy, por fin, los tejos y su fascinante relación con la muerte.
Veamos la siguiente escena. Roma, siglo II de la Era Común, bajo el mándato del emperador Adriano. En las calles de la ciudad empiezan a aparecer ejemplares escritos en rollos de papiro de una obra titulada Epítome rerum Romanarum, o Compendio de las Hazañas Romanas. Entre las muchas gestas, bélicas por supuesto, incluidas, aparece la Bellum Cantabricum et Asturicum, guerra librada en el noroeste de la península ibérica entre el año 29 y el 19 a.c. para someter a los pueblos que vivían allí. Quien consultase el capítulo dedicado a esta guerra habría leído las siguientes líneas.
Cercados en el monte Medulio por los romanos, que habían abierto a su alrededor un profundo foso de quince mil pasos de radio, y atacados en todas direcciones, los bárbaros, reducidos al último extremo, anticiparon su muerte en un banquete con el fuego, la espada y un veneno que comúnmente exprimían del árbol llamado Tejo, librándose así la mayor parte de este pueblo de la esclavitud que le amenazaba.
Si echas cuatro cuentas, es evidente que el autor del compendio, conocido como Floro, no había sido testimonio ocular de este conflicto sucedido más de un siglo antes. Y si buscas en un mapa la ubicación de este monte Medulio, no lo encontrarás por ninguna parte, pero sí varios artículos que intentan ubicarlo en León, en Galicia, en Santander y así. Sin embargo, es el papel del Tejo y su empleo como veneno para evitar un destino que, a ojos de los vencidos, era peor que la muerte, aquello que todavía hoy sigue vivo en el imaginario colectivo.
El Tejo, Taxo o Taxus en latín, ya había aparecido antes en crónicas bélicas romanas.
En las Guerras Gálicas, de velo gálico, Julio César había relatado el suicidio Tejo Mediante de uno de los reyes del pueblo de los Eburones, que vivían en tierras que hoy se hallan sobre todo en Bélgica y los Países Bajos. Con todo, estas no son las primeras menciones de nuestro árbol estrella en literatura grecorromana antigua. Unos siglos antes ya el griego Teofrasto lo incluía entre las plantas de hoja perenne, explicando que se trataba de un árbol de montaña, que no bajaba nunca a las lluvias.
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