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Literatura
Gabriel García Márquez: La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada (1/7)

Gabriel García Márquez: La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada (1/7) 4v6n62

29/6/2016 · 10:55
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Locución: Manuel López Castilleja Fondo musical: Vivaldi - Four Seasons (Winter) Youtube.com Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su desgracia. La enorme mansión de argamasa lunar, extr aviada en la soledad del desierto, se estremeció hasta los estribos con la primera embestida. Pero Eréndira y la abuela estaban hechas a los riesgos de aquella naturaleza desatinada, y apenas si notaron el calibre del viento en el baño adornado de pavorreales repetidos y mosaicos pueriles de termas romanas. La abuela, desnuda y grande, parecía una hermosa ballena blanca en la alberca de mármol. La nieta había cumplido apenas los catorce años, y era lánguida y de huesos tiernos, y demasiado mansa para su edad. Con una parsimonia que tenía algo de rigor sagrado le hacía abluciones a la abuela con un agua en la que había hervido plantas depurativas y hojas de buen olor, y éstas se quedaban pegadas en las espaldas suculentas, en los cabellos metálicos y sueltos, en el hombro potente tatuado sin piedad con un escarnio de marineros. – Anoche soñé que estaba esperando una carta –dijo la abuela. Eréndira, que nunca hablaba si no era por motivos ineludibles, preguntó: – ¿Qué día era en el sueño? – Jueves. – Entonces era una carta con malas noticias –dijo Eréndira– pero no llegará nunca. Cuando acabó de bañarla, llevó a la abuela a su dormitorio. Era tan gorda que sólo podía caminar apoyada en el hombro de la nieta, o con un báculo que parecía de obispo, pero aún en sus diligencias más difíciles se notaba el dominio de una grandeza anticuada. En la alcoba compuesta con un criterio excesivo y un poco demente, como toda la casa, Eréndira necesitó dos horas más para arreglar a la abuela. Le desenredó el cabello hebra por hebra, se lo perfumó y se lo peinó, le puso un vestido de flores ecuatoriales, le empolvó la cara con harina de talco, le pintó los labios con carmín, las mejillas con colorete, los párpados con almizcle y las uñas con esmalte de nácar, y cuando la tuvo emperifollado como una muñeca más grande que el tamaño humano la llevó a un jardín artificial de flores sofocantes como las del vestido, la sentó en una poltrona que tenía el fundamento y la alcurnia de un trono, y la dejó escuchando los discos fugaces del gramófono de bocina. Mientras la abuela navegaba por las ciénagas del pasado, Eréndira se ocupó de barrer la casa, que era oscura y abigarrada, con muebles frenéticos y estatuas de césares inventados, y arañas de lágrimas y ángeles de alabastro, y un piano con barniz de oro, y numerosos relojes de formas y medidas imprevisibles. Tenía en el patio una cisterna para almacenar durante muchos años el agua llevada a lomo de indio desde manantiales remotos, y en una argolla de la cisterna había un avestruz raquítico, el único animal de plumas que pudo sobrevivir al tormento de aquel clima malvado. Estaba lejos de todo, en el alma del desierto, junto a una ranchería de calles miserables y ardientes, donde los chivos se suicidaban de desolación cuando soplaba el viento de la desgracia. Aquel refugio incomprensible había sido construido por el marido de la abuela, un contrabandista legendario que se llamaba Amadís, con quien ella tuvo un hijo que también se llamaba Amadís, y que fue el padre de Eréndira. Nadie conoció los orígenes ni los motivos de esa familia. La versión más conocida en lengua de indios era que Amadís, el padre, había rescatado a su hermosa mujer de un prostíbulo de las Antillas, donde mató a un hombre a cuchilladas, y la traspuso para siempre en la impunidad del desierto. Cuando los Amadises murieron, el uno de fiebres melancólicas, y el otro acribillado en un pleito de rivales, la mujer enterró los cadáveres en el patio, despachó a las catorce sirvientas descalzas, y siguió apacentando sus sueños de grandeza en la penumbra de la casa furtiva, gracias al sacrificio de la nieta bastarda que había criado desde el nacimiento. Sólo para dar cuerda y concertar a los relojes Eréndira necesitaba seis horas. El día en que empezó su desgracia no tuvo que hacerlo, pues los relojes tenían – Déjala así –la disuadió la abuela– esta tarde la lavas. De modo que además de los oficios naturales de la tarde, Eréndira tuvo que lavar la alfombra del comedor, y aprovechó que estaba en el fregadero para lavar también la ropa del lunes, mientras el viento daba vueltas alrededor de la casa buscando un hueco para meterse. Tuvo tanto que hacer, que la noche se le vino encima sin que se diera cuenta, y cuando repuso la alfombra del comedor era la hora de acostarse. La abuela había chapuceado el plano toda la tarde cantando en falsete para sí misma las canciones de su época, y aún le quedaban en los párpados los lamparones del almizcle con lágrimas. Pero cuando se tendió en la cama con el camisón de muselina se había restablecido de la amargura de los buenos recuerdos. – Aprovecha mañana para lavar también la alfombra de la sala –le dijo a Eréndira–, que no ha visto el sol desde los tiempos del ruido. – Sí, abuela –contestó la niña. Cogió un abanico de plumas y empezó a abanicar a la matrona implacable que le recitaba el código del orden nocturno mientras se hundía en el sueño. – Plancha toda la ropa antes de acostarte para que duermas con la conciencia tranquila. – Sí, abuela. – Revisa bien los roperos, que en las noches de viento tienen más hambre las polillas. – Sí, abuela. – Con el tiempo que te sobre sacas las flores al patio para que respiren. – Sí, abuela. – Y le pones su alimento al avestruz. Se había dormido, pero siguió dando órdenes, pues de ella había heredado la nieta la virtud de continuar viviendo en el sueño. Eréndira salió del cuarto sin hacer ruido e hizo los últimos oficios de la noche, contestando siempre a los mandatos de la abuela dormida. – Le das de beber a las tumbas. –Sí, abuela. – Antes de acostarte fíjate que todo quede en perfecto orden, pues las cosas sufren mucho cuando no se les pone a dormir en su Puesto. – Sí, abuela. – Y si vienen los Amadises avísales que no entren –dijo la abuela–, que las gavillas de Porfirio Galán los están esperando para matarlos. Eréndira no le contestó más, pues sabía que empezaba a extraviarse en el delirio, pero no se saltó una orden. Cuando acabó de revisar las fallebas de las ventanas y apagó las últimas luces, cogió un candelabro del comedor y fue alumbrando el paso hasta su dormitorio, mientras las pausas del viento se llenaban con la respiración apacible y enorme de la abuela dormida. Su cuarto era también lujoso, aunque no tanto como el de la abuela, y estaba atiborrado de las muñecas de trapo y los animales de cuerda de su infancia reciente. Vencida por los oficios bárbaros de la jornada, Eréndira no tuvo ánimos para desvestirse, sino que puso el candelabro en la mesa de noche y se tumbó en la cama. Poco después, el viento de su desgracia se metió en el dormitorio como una manada de perros y volcó el candelabro contra las cortinas. 442h44

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