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La hora del espanto
El Exorcista Segunda Parte Capitulo Quinto

El Exorcista Segunda Parte Capitulo Quinto c3a3n

23/5/2025 · 37:00
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La hora del espanto

Descripción de El Exorcista Segunda Parte Capitulo Quinto 387327

En 1950, mientras estudiaba en la Universidad de Georgetown, William Peter Blatty descubrió la historia de un chico de 12 años llamado Robbie, quién en la década de los cuarenta fue exorcizado por un grupo de sacerdotes en el estado de Washington, luego de ser diagnosticado como un caso de posesión demoníaca. Este suceso fue muy popular en los Estados Unidos en aquella época y el hecho fue cubierto por los medios más importantes del país. Blatty tomó ese hecho y lo convirtió en una fascinante y terrorífica novela, que resultó un best seller instantáneo en 1971. ¿Quieres anunciarte en este podcast? Hazlo con advoices.com/podcast/ivoox/497413 66324m

Lee el podcast de El Exorcista Segunda Parte Capitulo Quinto

Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.

Novela, cuento, leyendas, relatos de los grandes genios de la literatura universal.

Quedas con tu anfitrión, Reinaldo Martínez.

El Exorcista. Segunda parte, capítulo quinto.

En la tibia y verde depresión del campus, Demian Carras corría por una pista ovalada de Greda, vistiendo pantalones cortos color caqui y una camisa de algodón empapada en sudor que se adhería a su cuerpo.

Frente a él, sobre un montículo, la cúpula, color blanco calizo del observatorio, latía al ritmo de su paso.

Detrás de él, la facultad de medicina se desvanecía en medio del polvillo que levantaba en su carrera.

Desde que lo habían relevado de sus funciones, venía allí diariamente.

Recorría kilómetros dando vueltas y vueltas, en persecución del sueño.

Casi lo había conseguido. Casi había mitigado el zarpazo del dolor que le marcara el corazón, como un profundo tatuaje.

Ahora le dolía menos. Veinte vueltas. Mucho menos. Más. Dos más. Mucho menos.

Sintiendo como pinchazos en los fuertes músculos de sus piernas, que se balanceaban con gracia felina, Carras, al doblar una curva, notó que había alguien sentado en el banco donde dejara su toalla, el yersey y los pantalones.

Un hombre de mediana edad, con un abrigo poco elegante y deformado sombrero de fieltro.

Parecía estar mirándolo a él. ¿Lo estaba? Sí, su cabeza se movió al pasar Carras.

Al entrar en la vuelta final aceleró y sus fuertes pisadas hicieron vibrar la tierra.

Luego disminuyó la velocidad hasta pasar jadeante frente al banco, sin mirar siquiera, con ambas manos apretadas contra los estremecidos muslos.

Sus desarrollados músculos torácicos y trapecios se elevaban, le estiraban la camisa y le deformaban la palabra filósofos impresa en la parte delantera con letras que, en su día eran grisáceas, pero que a fuerza de lavados se veían ahora grisáceas.

El hombre embutido en su abrigo se puso de pie y se acercó a él.

¿El padre Carras? Dijo el teniente Kinderman.

El sacerdote se volvió, lo saludó con un leve movimiento de cabeza y entornó los ojos para protegerlos del sol mientras esperaba que Kinderman, a quien le hizo un gesto para que lo siguiera, llegara a su altura.

¿No le molesta? Si no, voy a quedar entumecido.

Jadeó. En absoluto, dijo el detective, asintiendo sin entusiasmo al tiempo que se metía las manos en los bolsillos.

Las caminatas desde el punto de aparcamiento lo había cansado.

¿Nos conocemos? Preguntó el jesuita.

No, padre. Me han dicho que usted parecía un boxeador, un...

Sacó su billetera. Me olvido fácilmente de los nombres.

¿Cuál es el suyo? William Kinderman, padre, le mostró su tarjeta de identificación.

Homicidios. No me diga.

Carras observó la insignia y la credencial con radiante e infantil interés.

En su rojo y sudoroso semblante se reflejaba la inocencia al mirar al vacilante detective.

¿De qué se trata? ¿Sabe una cosa, padre? Respondió Kinderman, mientras examinaba las toscas facciones del jesuita.

Tenían razón. ¿Parece usted un boxeador? Perdone, pero esa cicatriz que tiene junto a la ceja, señaló, se parece a la de Brando en La Ley del Silencio.

Es lo mismo que la de Marlon Brando.

Le pusieron una cicatriz, ilustró estirándose la comisura del ojo, que al mantenerle el párpado un poco cerrado, solo un poquito, le daba un aspecto soñador, triste.

Así es usted. Es usted Brando, ¿no se lo dice la gente? ¿No se lo dice la gente, padre? No. No ha boxeado nunca. Solo un poco.

¿Usted es de por aquí? De New York. De Golden Gloves, me equivoco.

Debería usted ser capitán, sonrió Carras.

Bueno, ¿y ahora en qué puedo servirlo? Camine un poco más despacio.

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