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Setenta veces siete
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Capítulo 3

Capítulo 3 5s6x1e

10/6/2025 · 15:36
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Setenta veces siete

Descripción de Capítulo 3 u3p61

Setenta veces siete - Capítulo 3 1h4d2s

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Surviejo. Me lo contó una mujer en Comodoro Rivadavia. Sucedió hace mucho. Antes aún de que surgiera aquella inesperada consecuencia de la espera de siglos que atraería a los hombres de lugares apartados para erigir las torres negras contra el cielo limpio. Sí, fue antes del petróleo, bastante antes. Fue en la época aquella en que la soledad de estas tierras era empujada por el flanco vellón, que un chico de tres años hubiera podido patear por el suelo y aún levantar sobre su cabeza, y sin embargo, con peso suficiente como para desarraigar definitivamente de algún lugar de Europa a los padres de ese chico, o como para desplazar el virginal, indefinido e injustificable desierto, contra la cordillera y contra el mar, en un continuo trajinar de los seres gregarios, cuyo valido impotente y desolado se perdería entre el viento de los cañadones, y cuyas huellas, definidas y trascendentales, marcarían los sinuosos caminos hacia las aguadas y los dormideros.

A unas treinta leguas de Comodoro Rivadavia vivió el hombre aquel, en un paraje denominado Pampa Fría, con la mujer aquella que había conocido en una de sus idas periódicas al pueblo, con sus dos caballos cargueros y sus innumerables perros, y el escarceo casi elegante de su mula saina, que él utilizaba de sillera por no haber podido enseñarle a cabrestear. La conoció ahí, contra la puerta de esa casa, en aquella calle que más tarde se llamaría San Martín, y por la cual él marcharía tres o cuatro veces por año a buscar su bolsa de fariña o la yerba y la provisión de víveres y vicios, y más adelante harina y hasta azúcar, y por último un día a la mujer aquella que, después de aquel breve trocar de miradas y tal vez algún ceremonioso estrechar de manos, iniciaría esa especie de idilio, acuerdo o simple afinidad, que haría a los vecinos de Comodoro Rivadavia levantar la vista una mañana y contemplar la desalineada figura del búlgaro en su mula saina, rodeado por sus perros, con sus caballos cargueros, aplastados de bolsas y maletas, y encima de ellos, a la mujer tomando rumbo hacia el oeste.

Vivieron allí en la pampa fría esas dos personas, luchando siempre contra los elementos fuertes, cocinando la misma comida y lavando a veces la misma ropa gruesa, saliendo juntos a caballo, a repuntar la majada y a tirar leña, o a limpiar aguadas, notándose sólo la diferencia de sexos en las abrigadas noches sobre los cuerpos tendidos en el piso de la cocina, con los ásperos camisones que ambos usaban, y las caricias torpes y primitivas que coronaban a veces los fatigosos días mientras todavía duraban las brasas en el brasero de lata, y afuera los perros junto a los recados toreaban a la noche.

Y las mañanas aquellas en que el mate caliente, sostenido sobre los dedos sucios y la bombilla plateada y dos veces soldada, era desplazado de uno hacia otro durante la larga y silenciosa hora en que esperaban el amanecer, sentados en los toscos banquitos de madera, que por fin él abandonaría para salir de la cocina, insensible al frío en su saco de cuero, sintiendo el crujir de la helada bajo sus alpargatas deformes, llevando la cabezada con el freno brillante, sostenida en el brazo izquierdo, balanceando su cuerpo en la misma forma como lo habría hecho seguramente su padre, y tal vez su abuelo, con el balde de leche o el farol pesado en las mañanas brumosas de su lejana e irrecordada Bulgaria.

Y después, él volviendo hacia la cocina, ahora sin la cabezada, a buscar el revenque y volviendo a salir, mientras ella, inclinada sobre una lata, vaciaba el mate de yerba vieja, sin percibirse de parte de él ni de ella la menor palabra o gesto que denotara una despedida, una señal o un algo que indicara la separación por cuatro o cinco o seis horas de aquellas dos personas unidas por esa fuerza, a veces superior al amor o a la amistad, que consiste en la identificación, el reflejo, cómoda adaptabilidad o simple y desesperada unión de subsistencia.

Él volvía pasado el mediodía preguntando entonces, —¿Pusiste el asado? —Sí.

De nuevo los mates, uno tras otro, en el silencio descansado, interrumpiendo

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