Los ahorcados, de Diego G. Carballal. 2m6c23

Sonorum Literaria presenta Los Ahorcarollan.

Eusebio Pellejero se enteró de que había conseguido aquel trabajo en el municipio no pudo menos que saltar de alegría, y es que siendo un hombre más bien bruto, que tan siquiera había terminado la escuela primaria, aquella noticia le pareció tan alegre como sorprendente.

No tenía ni mujer, ni hijos, ni hermanos, ni padre.

Vivió solo con su madre hasta que la mujer murió de una gripe mal curada el invierno pasado, y desde entonces se encontraba solo.

Ni un perro que le ladre tenía por compañía.

Había pasado el verano sobreviviendo gracias a trabajos ocasionales como peón rural, y con eso le daba para comprar tabaco, yerba, caña y galletas de campaña.

De a poco se fue haciendo amigo de un perro negro y flaco que vagaba por la ruta, y que Eusebio se cruzaba de tarde en tarde cuando regresaba al rancho luego de su jornada laboral.

El perro le movía la cola y él le acariciaba la cabeza.

Un día lo convidó con un pedazo de galleta de campaña que venía comiendo, y el perro, hambriento, le movió la cola y lo abrazó agradecido.

Entonces le dijo, —¿Vamos pa' las casas, negro? Y desde ese día Eusebio y el negro se hicieron inseparables.

A principios de marzo, cuando el verano va cediendo su lugar al otoño, las changas se fueron terminando y la plata también.

El negro resultó ser un excelente cazador, además de un buen compañero.

Y como era la época más propicia para la caza de la mulita y el tatú, no pasaron hambre.

Exquisitas mulitas asadas en horno de barro y bien adobadas, eran el platillo más habitual, manjar de lo delicioso.

Fue así que una tarde, con el sol ya muy bajo en el horizonte, cuando Eusebio y el negro volvían de una de sus habituales cacerías, tan necesarias para matar el hambre como para entretenerse, que se cruzó en su camino una camioneta del municipio de Illecas que, al reconocerlo, su conductor frenó.

—¿Cómo andás, Eusebio? —dijo el hombre asomándose por la ventanilla del vehículo.

—Especial —respondió el aludido con una sonrisa.

—¿Andabas muliteando? —¿Y sí? —replicó Eusebio encogiéndose de hombros.

—¿No queda otra? —Hay que comer.

—Sí, sí.

—Me dijeron que andás sin trabajo, Mincho —respondió el hombre.

—Date una vuelta mañana por el municipio, mañana de mañana, anda a verme que alguna vuelta le vamos a encontrar.

Y sin esperar respuesta alguna, el hombre puso en marcha su camioneta y desapareció por la carretera dejando tras él una gran polvareda.

A la mañana siguiente, el hombre se levantó temprano, tal cual era su costumbre.

Solía salir de la cama cuando el día comenzaba a aclarar.

Se dio un baño y se vistió lo mejor que pudo, aunque en su mayoría sus prendas eran poco más que un atajo de harapos viejos.

Se montó en su vieja billo oxidada bicicleta y emprendió el fatigoso viaje de Illescas a Nicopérez.